PEQUEÑA CALETA
PEQUEÑA CALETA Esta historia nace el catorce de Marzo de mil novecientos cincuenta y tres en un poblado de Mesa Larga, Estado de Hidalgo, en lo alto de un cerro, entre el frío, mandarinas y el agua nieve de los meses de enero. Donde hay todo, menos: mar. Pero si manantiales con flores que decía ella: llamaban a muchas mariposas. Nació mujer con ganas de ser niño, aprendió a cosechar café y maíz con su papá Moyo, creció con el abrazo fuerte de su abuela Sofía, huérfana del cariño de su madre. Nunca ha podido ni su esposo, ni sus hijos, llenar ese hueco, dice que siempre estará ahí: vacío. Quizá por eso lo llenó con valentía, por eso emigró de ese pueblo verde y frío donde las noches pueden durar veinticuatro horas con neblina y noches donde las estrellas tocaban sus sueños, porque la pobreza arde más que el frío y de los sueños siempre se despierta. Algún día la nostalgia la traerá de vuelta. Se quedaron ahí recuerdos innombrables y también aquellos que repetía como amuletos. Solo aprendió a leer y a escribir cuando tuvo que dejar la primaria al tercer año. Así llego a Monterrey a los veinte años donde conoció plantas medicinales y a un celebre médico que prometía curar enfermedades letales. A los treinta años se estableció en el Distrito Federal, ahora Ciudad de México, una ciudad que cambió de nombre, no así el mar de gente y tráfico, bello monstruo. Se llenó de historias en su Juguería afuera del metro Tacuba, así el jerez, naranjas, licuados de mamey y plátano, escucharon historias de desamor y encuentros, de madres trabajadoras, de hombres cansados que antes de llegar a su hogar pasaban por su polla, un tipo de jerez con yema de huevo. Esta mujer también se llenó de palabras de amor, regaños y una constancia interminable de querer y mal querer a sus dos hijos, decía ella sus tesoros más valiosos. Nunca aprendió a nadar, tampoco a cocinar; fue hasta la fecha donde se aprecian con un valor incalculable uno a uno de sus platillos. Treinta y un años viviendo en el estado de Morelos, treinta y un años tenía su hijo, médico a fuerza de desvelos, atoles de avena todos los días desde su primer año en la escuela, llevándolo sin cargarle su mochila, para que desde chiquito decía: aprendiera a ser fuerte. Cuarenta y un años siendo madre de una niña y treinta y un años siendo madre de un niño, sesenta y seis años siendo huérfana y aún sin saber nadar. Nunca supe porque iba a cuidar a su hijo a las clases de natación, si tampoco ella sabía nadar. Un día su hijo pudo llevarla a un lugar mágico, algunos le nombran “pequeña caleta” en la Riviera Maya , por fin sus ojos conocieron los flamingos y tiburones, le parecía increíble que se pudieran tocar, se sorprendió con el águila real, los bailadores de Papantla y esas tortugas enormes que parecían haberlas sacado de otro mundo, de otros tiempos, como si el tiempo se hubiera congelado en el humo del copal y esos danzantes que pedían lluvia y agradecían por el maíz. Y por fin, a los sesenta y seis años conoció el mar o el mar la conoció a ella, parecían viejos conocidos, porque también las lágrimas tienen sal. Lloró por que nunca había visto algo tan bello, tan azul, tan profundo, y yo creo que recordó ese vació y el mar se lleno de sus ojos y su hijo tuvo la impresión que en sus sueños siempre supo nadar. Yo estuve ahí, soy testigo porque es mi mamá.